Estaba saboreando gustosamente un cremoso yogur, un cremoso yogur que en cualquier otro momento me hubiese provocado unas profundas ganas de vomitar, pero que cuando el cielo se pone gris y de fondo suena lo que cualquier machote consideraría una mariconada de canción, parece que hasta sabe bien. Y, de pronto, alguna parte de mi cerebro ha decidido recordarme lo profundamente infeliz que me siento. Y a continuación me he preguntado a mí misma si habrá algún alma caritativa que tenga ganas de acompañarme a gastar todo el dinero que tengo en ropa. Y justo justo a continuación, me he auto-contestado diciendo "Luego dirás que no eres una consumista. Ni una materialista. Y que el dinero no da la felicidad". Y he hecho balance, y tras numerosos cálculos y alguna que otra duda que he tardado un poco más en resolver, he llegado a unas palabrillas de mi querido Woody que dicen algo así 'El dinero no da la felicidad, pero produce una sensación muy parecida'. Y la verdad que, lamentablemente, pocas veces he escuchado algo tan cierto.
Porque me puedo atiborrar a infinitas cosas materiales que me provoquen una felicidad momentánea tan duradera que me haga creer que no necesito nada más. Pero en el momento menos inesperado me acordaré de lo vacía que está mi cama por las noches, bueno, por las noches y cuando me despierto por las mañanas también, y... por qué no, a todas horas. Y lo absurdas que me parecen las bandas blancas de los pasos de cebra si no hay nadie a quien agarrarme de la mano para saltar de una en una sin salirme al asfalto negro. O de lo ridículo que queda un batido si no es con dos pajitas y dos bocas absorbiendo por cada una de ellas al mismo tiempo. Porque, hasta el momento, ni un libro, ni un plato de comida, ni una prenda de ropa, ni un anillo, ni un móvil, ni un coche, ni el reloj más caro de todo el jodido universo te sabe abrazar si le gritas "¡Dame un puto abrazo!". Y te acuerdas de él, o de ella, o de ellos, o no sé, pero te acuerdas de todo eso que no puedes comprar ni con todo el oro del mundo, sí, te acuerdas hasta del aire que respiras a diario.
Y a veces no sabes si suplicar a alguien que te apedree, si beber cicuta o si simplemente resignarte a sentirte la más gilipollas de la Tierra. Porque le has tenido a cinco centímetros, inconscientemente te ha dado infinitas oportunidades para decirle todo aquello que jamás pensaste que le querrías decir, te ha propuesto compartir a su lado esos minutos que nunca hubieses imaginado que desearías recordar con él, y tú, como mema de campeonato que eres, has desperdiciado todo eso, lo has cogido y lo has lanzado al vacío, has hecho que se desintegre. Has dado por hecho que las oportunidades así son algo que aparecen con frecuencia, algo de todos los días, cuando bien en el fondo ya tenías aprendido de antes que sucede justo al contrario. Y ahora sientes que venderías todo lo que tienes por tan solo volver a gozar de un pequeño minuto de todos esos, para no desaprovecharlo. Pero ajá, ahora es tarde. La nostalgia y el karma han llegado, a traición, en el minuto exacto, agarrados de la mano, para volver a recordarte la puta lección que parece que no te da la gana aprender.
Te envidio un montón!! jaja porque yo quiero ser periodista y ojalá escribiera igual de bien que tu y con esa soltura... Y qué razón tienes! un besito
ReplyDeleteEres una capuia que escribe muy muy bien
ReplyDeleteMe he encantado Elis! tanto tanto que te voy a citar en mi blog
ReplyDeletepd: me tenéis que contar todo TODO lo que habéis esho en sevilla, gorfas
Estais un poco chumaskás no? será que tomais demasiado el sol...
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