Una amiga y yo, hace un par de días, estábamos esperando
frente al ascensor de un antiguo edificio, justo cuando de él salió una
viejecita quejándose entre refunfuños de que habíamos dejado la puerta abierta
y éste no bajaba, por lo que a punto estuvo de subir
andando a su casa cargada de bolsas. La
viejecita que, a ojo, aparentaba tener unos ochenta y pico años, presumía de
una cabellera blanca, corta, escasa, enredada y cardada hacia arriba, de una
piel bastante arrugada y manchada por el paso de los años, y de unos débiles
huesos que apenas le permitían agacharse a recoger las bolsas de comida y los
cartones de leche que en el suelo reposaban. Mientras yo agarraba la puerta para mantenerla abierta y que ella
pudiese salir con facilidad, mi amiga, a la par que se disculpaba alegando que
desconocíamos el funcionamiento del ascensor ya que no vivíamos en ese edificio
y sólo estábamos allí para ver un piso en alquiler, ayudaba a la viejecita a
transportar todas las bolsas hasta la puerta de su casa. Las dos, en nuestro
acto más compasivo del día, le preguntamos si también necesitaba que las llevásemos
hasta dentro de su hogar, a lo que la viejecita, con una sonrisilla y un
entrañable tono de voz, contestó que no hacía falta y se disculpó por
habernos hablado de aquella manera al principio, añadiendo en su despedida un "a ver si acabamos siendo vecinas".
Más tarde, recordándolo, desperté toda la ternura que
se esconde en cada huequecillo de mi cuerpo y lo único que me limité
a pensar y desear fue que ojalá esa adorable viejecita viva feliz y saludable
los años de vida que quiera que sea que le queden. Incluso deseé su
inmortalidad, esa tan inalcanzable y que desde hace tanto tiempo anhelo yo
misma.
Y justo un pelín después, me pregunté si soy la única loca del planeta que alguna vez ha sentido algo así por alguien cuyo
rostro ni siquiera recuerda y a quien quizá seguramente no vuelva a ver.
Y ya, más tarde todavía, imaginando la manera en la
que aquella viejecita debió estar cagándose, mientras subía por
el ascensor, en toda nuestra familia sin
saber siquiera que aspecto o forma de ser teníamos, me di cuenta de lo gracioso
que me resulta pensar en la cantidad de veces que nos equivocamos al adjudicar
ciertas maneras de ser a gente que no conocemos de nada, lo que podemos llegar
a detestar a alguien sin haber cruzado
previa palabra, y cómo cambia la visión que teníamos acerca de una persona
después de haber mantenido con ella una mínima conversación. Al fin y al cabo,
terminamos siendo todos iguales.
Una mas guapa que la otra
ReplyDeleteQue razón tienes en que juzgamos a las personas sin conocerlas!!! Me ha gustado mucho la anécdota :) Un besito
ReplyDeleteMe encanta tu blog y estoy siguiendo :)
ReplyDeleteUn beso
Me encantan las fotos!
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