Soy una incomprendida. Alguien raro en un mundo de normales, o la única normal en un mundo de raros. Soy una de esas personas que se pregunta cosas que a la mayoría de gente le da igual, que concede importancia a algo que los demás ignoran, y que ignora por qué extraño motivo el mundo concede tanta importancia a determinadas cosas. También soy un poco loca, o considerando quizás la proporción en el mundo, ustedes son los locos y no yo.

Wednesday, September 5, 2012

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Una amiga y yo, hace un par de días, estábamos esperando frente al ascensor de un antiguo edificio, justo cuando de él salió una viejecita quejándose entre refunfuños de que habíamos dejado la puerta abierta y éste no bajaba,  por lo que a punto estuvo de subir andando a su casa cargada de bolsas. La viejecita que, a ojo, aparentaba tener unos ochenta y pico años, presumía de una cabellera blanca, corta, escasa, enredada y cardada hacia arriba, de una piel bastante arrugada y manchada por el paso de los años, y de unos débiles huesos que apenas le permitían agacharse a recoger las bolsas de comida y los cartones de leche que en el suelo reposaban. Mientras yo agarraba la puerta para mantenerla abierta y que ella pudiese salir con facilidad, mi amiga, a la par que se disculpaba alegando que desconocíamos el funcionamiento del ascensor ya que no vivíamos en ese edificio y sólo estábamos allí para ver un piso en alquiler, ayudaba a la viejecita a transportar todas las bolsas hasta la puerta de su casa. Las dos, en nuestro acto más compasivo del día, le preguntamos si también necesitaba que las llevásemos hasta dentro de su hogar, a lo que la viejecita, con una sonrisilla y un entrañable tono de voz, contestó que no hacía falta y se disculpó por habernos hablado de aquella manera al principio, añadiendo en su despedida un "a ver si acabamos siendo vecinas".
Más tarde, recordándolo, desperté toda la ternura que se esconde en cada huequecillo de mi cuerpo y lo único que me limité a pensar y desear fue que ojalá esa adorable viejecita viva feliz y saludable los años de vida que quiera que sea que le queden. Incluso deseé su inmortalidad, esa tan inalcanzable y que desde hace tanto tiempo anhelo yo misma.
Y justo un pelín después, me pregunté si soy la única loca del planeta que alguna vez ha sentido algo así por alguien cuyo rostro ni siquiera recuerda y a quien quizá seguramente no vuelva a ver.
Y ya, más tarde todavía, imaginando la manera en la que aquella viejecita debió estar cagándose, mientras subía por el ascensor, en toda nuestra familia sin saber siquiera que aspecto o forma de ser teníamos, me di cuenta de lo gracioso que me resulta pensar en la cantidad de veces que nos equivocamos al adjudicar ciertas maneras de ser a gente que no conocemos de nada, lo que podemos llegar a detestar a  alguien sin haber cruzado previa palabra, y cómo cambia la visión que teníamos acerca de una persona después de haber mantenido con ella una mínima conversación. Al fin y al cabo, terminamos siendo todos iguales. 

4 comments:

  1. Que razón tienes en que juzgamos a las personas sin conocerlas!!! Me ha gustado mucho la anécdota :) Un besito

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  2. Me encanta tu blog y estoy siguiendo :)
    Un beso

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